domingo, 29 de noviembre de 2009

Florencio de Arboiro

De Florencio de Arboiro han escrito, mucho y bien, brillantes plumas, entre las que se encuentran la de Torrente Ballester, Basilio Losada y Olegario Sotelo Blanco; la mayor parte de ellas, analizan la obra de este gran escultor, antropólogo y etnógrafo.

Yo, con mi pluma que no tiene ni la categoría de humilde, me dispongo a escribir sucíntamente sobre Florencio Martínez Vázquez, el hombre, sus ancestros recientes, mis vivencias con él y los suyos.

Nacimos en Arboiro en la década de los cuarenta del pasado siglo, siendo Florencio cuatro años más joven. Eran tiempos difíciles, tiempos posteriores a la fraticida guerra civil en los que aún quedaban los rescoldos del odio y de las rencillas pueblerinas que de una u otra forma afectaron a nuestras respectivas familias.

Florencio es hijo de Rodrigo Martínez y Avelina Vázquez. Sus abuelos paternos eran Florencio Martínez "O Taboada" y Gumersinda, naturales de Vimieiro al igual que su padre. O Taboada era un hombre muy conocido, que alternaba sus labores agrícolas con su oficio de molinero; su gran y cuidado mostacho, así como su elegante sombrero, le distinguían y le conferían una prestancia especial. Lo recuerdo en sus visitas a Arboiro montado sobre grandes yeguas ataviadas con elegantes monturas. Asistí a su entierro, acompañando a mi padre, del que era un buen amigo.

Me resulta difícil glosar la dimensión humana de Rodrigo. Su bonhomía lo distinguió como hombre ejemplar, al cual, niños, jóvenes y mayores le rendíamos una especial admiración.

Por parte materna sus abuelos eran Nicanor y Elisa, naturales de Arboiro y Medos respectívamente. Su abuelo era uno de los hombres más conocidos en toda la comarca. Era el MAESTRO que resolvía los más intrincados problemas, siendo un auténtico polifacético. En su taller, conservado por su nieto, pueden verse la cantidad de herramientas utilizadas, la mayor parte construidas por él, para resolver las dificultades que se le presentaban. La fuente y el lavadero de Arboiro es una obra representativa de su ingenio. En la última etapa de su vida se dedicó a la escultura, sin abandonar una de sus grandes aficiones, la caza; era un consumado y renombrado cazador. A primera hora de cada día, se reunía con mi padre, para comentar mútuamente las informaciones dadas la noche anterior por radio Pirinaica y la BBC de Londres.

Elisa y su hija Avelina eran íntimas amigas de mi madre y pasaban largas horas juntas. Las recuerdo con un gran cariño y con la tristeza de haberlas perdido prematuramente. Avelina era una gran conversadora. Añoro nuestras grandes paroladas.

Con los genes heredados, Florencio estaba llamado a ser artista y buena gente y así ha sido. Su obra le define como un gran escultor y su bondad le abandera como hombre irrepetible.

Siguiendo los pasos familiares, nuestra relación viene de la infancia. Recorrimos los mismos caminos, nos calentaba el mismo sol, nos alumbraban las mismas estrellas, nos bañabamos en los mismos pozos o ¡ pozo do Real !, jugábamos a la billarda, al marro, nos revolcábamos en la nieve y hacíamos con ella grandes muñecos y grandes bolas. Fuimos a la misma escuela con el mismo maestro, Dn. José. Espiritualmente trataba de tutelarnos el mismo cura, Dn. Pedro, dominico especial. Florencio dispuso muy pronto de una escopeta de balines, regalo de su tio Maximino; con ella nos hacia disfrutar a todos los niños de la aldea, menos a los pájaros, que poco a poco entendieron que había que alejarse dado el peligro del gran tirador.

La vida nos deparó distintos caminos, pero siempre hemos mantenido esa amistad que nació de niños y que jamás hemos olvidado.

Siempre que hemos podido, nos hemos reunido para disfrutar de los recuerdos y hablar de cosas. Las reuniones que celebrábamos en Madrid, cuando el cumplía el servicio militar en los cuarteles de Campamento, tenían un especial sabor; en ellas, celebradas en el cuartel o en la pensión en la que yo residía, dábamos buena cuenta de roscones, licor café y otras viandas enviadas por nuestras familias.

Florencio se casó con Chelo Feijoo de cuyo matrimonio nacieron sus dos hijos, Almudena y Fito.

Hoy en la recta final de una vida, siempre corta, seguimos reuniéndonos siempre que es posible. El lugar nunca ha importado para sentirnos a gusto, pero he de confesar que las reuniones celebradas en Arboiro, sentados en una mesa, en donde no falta el buen vino cosechado por los dos, sus insuperables sopas de ajo, una buena empanada hecha por Chelo, el lacón preparado por mi mujer Pilar y otros manjares de la tierra entre los que destaca la famosa Bica, nos hacen mucho mas felices.

Nuestro amor por la aldea que nos vio nacer es infinito. El, la inmortalizó y hoy su nombre recorre el mundo de Norte a Sur y de Este a Oeste gracias a la fama adquirida por este hombre que quiso llamarse Arboiro.

Durante los largos años que trabajó como responsable de terapia ocupacional en el psiquiátrico orensano Cabaleiro Goas, convivió con las desgracias y las miserias que la vida depara a muchos seres humanos. A ninguno de ellos les faltó su animo, su afecto y su calor; hoy ya esta jubilado.

Las puertas de su casa se abren de par en par, los gatos con ritos cósmicos se arremolinan en la escalera, los perros alborozados, saltan y ladran avisando a la gente que vive en la aldea, que Florencio Martínez Vázquez ha llegado. Las llamas se vislumbran en su taller, salen del horno de fundir; el escultor también ha llegado. El pueblo se llena de vida. Esta allí quien lo inmortalizó para siempre .